ALTARES

JOSEMA LÓPEZ VIDAL

Él dice que ALTARES es una “especie de diario, como un cuaderno de bitácora o un curriculum vitae”, pero todos sabemos que es mucho más. Josema se ha dado un paseo por su propia vida y ahora nos lo cuenta con un relato en siete puntos, sus siete puntos clave, sus siete altares.

El altar materializa el gesto más primitivo sobre la consideración simbólica de la imagen: su adoración. Todos hemos tenido un altar, un altar doméstico, privado. Y sabemos que un altar tiene algo de sagrado y algo de secreto, que invita a la devoción y al ritual, y que está lleno de afectos y de iconos. 
Y así son los altares de Josema López Vidal, caseros, “de tener en la mesilla”, insiste. Todas sus experiencias, sus descubrimientos, sus sentimientos y sus deseos, sus reflexiones y sus dudas se esconden, se expanden e inundan estos altares, auténticos mapas visuales a los que mirar y dejar hablar.

Íntimos, apasionados y con una sensibilidad indudablemente camp, Josema López Vidal rescata en sus montajes desde los gabinetes de curiosidades hasta los altares pop más retro, pasando por la vitrina de la abuela sin olvidar la decoración rococó o la quincallería kitsch, que conversan animadamente con efebos manieristas, bustos relicarios, ensoñaciones surrealistas e imágenes religiosas. Todas ellas icónicas, todas ellas votivas, todas ellas alegóricas. Y todas ellas desplegadas en una cuidada escenografía de aires sacros. Como un retablo desestructurado, o con otro orden, sin jerarquías.
Las conversaciones son de lo más variadas, con señales secretas y conexiones cargadas de ironía, con las que Josema López Vidal nos hace cómplices de su imaginación y de su memoria, por ejemplo, al presentarnos a EMILIO, su infancia sentimental, en un busto-relicario rodeado de sirenas que tratan de seducir al marinero con sus mágicos y peligrosos cantos. Y todo ello para hablar del descubrimiento de la diferencia, de lo espinoso de la identidad, de su confusión, de su celebración. O al traernos a su abuela en la DOMUS AUREA, su presencia y sus cuidados, el hogar como señal luminosa flotando sobre su cabeza. Enfrente, HUELVA, el arraigo, el lugar propio, sus singularidades, sus creencias, y la VIRGEN DE LA CINTA, una devoción privada del imaginario del artista que nos habla de tiempos pasados que están presentes pero no son actuales, y de cuya confrontación surgen imágenes inéditas, no lineales, que nos cuentan otras historias.​​​​​​​
Cerca de la virgen el altar de las PLANTAS, la naturaleza y su manera de hablarnos. Altar que no solo tiene un lugar propio, sino que se desborda acompañando a los demás con sus lirios, rocallas, cardos y acantos, curvos, híbridos, asimétricos, estilizados, casi con vida propia.

El altar de los HOMBRES, más recóndito, se despliega como un panóptico de la masculinidad aumentada: alrededor de una especie de florescencia fálica un montón de cuerpos masculinos recrean diversas formas de atracción fatal. El amor, el sexo, su práctica y exhibición casi obscena, lo inevitable del deseo y el placer voyerista, se expresan a través de la explosión anatómica del modelo clásico aderezada con algunas gotas de pathos y una buena dosis de ironía. A partir de aquí, el hombre más viril se ve atravesado por connotaciones sexuales y de género femeninas transformándose en una forma alegórica dispuesta a dinamitar decoros, morales, y prejuicios varios.
Como colofón, el altar de DORA, la guardiana de un secreto que se ocultará para siempre en su corazón. Dorada y enigmática en su recogimiento, nos habla de un mundo fluido donde poder moverse como pez en el agua. Sobre ella unos dióscuros actuales de rasgos sospechosamente familiares, escenifican, casi levitando, el ballet de sus miedos.

Son 7 altares 7, un número mágico donde los haya y de una especial significación para el artista. Siete altares como los siete puntos cardinales de su particular geografía vital. Siete atlas mnemosyne de andar por casa cargados de imágenes y objetos que dibujan la estructura que da forma a su memoria.
Un lugar, su memoria (la memoria), donde habitan, superpuestas, figuras y metáforas que evocan tiempos pasados, imágenes supervivientes de la historia del arte que forman parte de un orden simbólico colectivo, cuyas resonancias podemos oír desde aquí a través de la fórmula del pathos: gestos, poses, ademanes y escenas, conservan su dimensión metafórica aunque ahora resignificada (y matizada) por otros personajes y en otros escenarios.

A partir de aquí, sus altares generan imágenes que nos ayudan a mirar hacia delante y hacia atrás, que establecen entre ellas nexos invisibles marcados no ya por la semejanza de sus formas sino precisamente por su diferencia. Esculturas, dibujos, cerámicas y acuarelas, sus formas y sus motivos, se alían con objetos naturales (conchas, caracolas, ramas, palmitos…) en una sinfonía polifónica desconcertante y juguetona cuyas conexiones nos invitan a ir de sorpresa en sorpresa, a descubrir sin buscar, a sentir sin darnos cuenta.
    © FOTOS DE NANUK ESTUDIO
Cada uno de ellos revela un microcosmos de lo diverso y lo complejo que, a una escala mínima, se pone a nuestra disposición como parte de toda una cosmogonía con sus diosas principales, sus ángeles y sus demonios, llena de sentimientos, pasiones y afectos, donde los tiempos cronológicos se comprimen y los espacios de la mirada se dilatan para hacer explotar nuestras cabezas.
Mercedes Espiau. Enero, 2025
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